Locura del Cristo enamorado
Bajó el pie del trono.
Tiró la corona rutilante,
Dio un paseo nervioso.
De un aletazo terrible acalló las arpas.
En una fiebre perjuró, furioso,
que las miríades de ángeles canoros
no le sabían a nada.
Iba Dios enamorado,
El corazón de vida,
traspasado,
trastabillando los pasillos del palacio.
Por vez primera
lloraba una pena,
pálida la cara bajo el velo,
débil la figura bajo el manto,
desvanecido su rostro nunca visto de Supremo,
cansado de galaxias
y de truenos,
rompía las cortinas
del tercer cielo:
“¿A dónde ha ido el hombre?”,
desquiciaba el Dios abandonado.
“¿Por qué me has hecho esto?”,
bramaba otras veces
en un gemir mas cansado.
Aleteaba un desespero,
pájaro chocante, confundido,
contra las paredes de su templo,
arañábase los dedos.
Espantó con una mano
el séquito de serafines adulones.
Arrancóse plumas y vapores.
De un tirón, lejos, los nimbos y loores.
Sacóse la capa de oro,
sus seis alas,
caladas de dolores.
El anillo de tonante le angustiaba.
Desnudo se quedó,
No quiso nada.
Calzóse sus zapatos de vereda
la gloria bajo un brazo, como un diario atrasado,
y echose a andar.
Salió Dios a gritar el sinsentido
por cuanta senda hallaba.
“¿A dónde ha ido el hombre?”
Clamaba,
desmayaba.
De su cara de rayo,
por esta vez,
los ángeles sintieron compasión
en vez de espanto.
“A la muerte, Maestro,
donde tú no cabes”, le contaban.
“Se cree suficiente.
Te traiciona.
Dejaste decidir, y ha decidido.”
“No conoce la muerte
tu corazón Viviente.
Dios no puede entrar donde la luz se pierde.”
“Entraré una y mil veces.
Mil y dos.
Las veces todas, omnipotente.
Donde vaya el hombre
irá mi paso.
Donde el hombre muera,
irá mi llanto.
Donde el hombre aye,
estrenaré mi espanto.
Donde el hombre cante,
irán mis cantos
Eso que el vista,
vestirá mi ánima,
Eso que el sienta,
sentirá mi espalda.
En su pan poquito
ayunaré los sábados.
Eso que el calce,
andarán mis andas.
Lo que al hombre duela,
Secara mis alas
y aquello que coma
masticare en ansia.
En sus huesos secos
hallaré mi casa.
En sus noches tristes
tendré mi alabanza.
Con su tumba inerte
Sembraré mi suerte.
Plantaré batalla.
Partire mi alma
Fundiré mi oro
Esconderé mi capa
Sembraré, angelotes,
En sus pies que huyen.
En su queja diaria”.
“No te amará por eso,
Maestro.
Y bien lo sabes.
De su misma mano
matará tu carne,
despreciada”.
“Moriré cada día
de hacer falta.
Muerto por esa mano,
hasta tocarla.”
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